martes, 29 de septiembre de 2020

Soñar despierta

Cuando era chica soñaba despierta. Hablaba en soliloquio, jugaba con amigos imaginarios y dibujaba la tierra con mis propias pisadas. Mi viejo se quejaba porque en esa parte (predilecta) en la que mi pasatiempo se llevaba a cabo, nunca le crecía el pasto.

- ¡Pero qué chinita que sos! ¿No podés jugar un poquito más allá? ¿No ves que yo lo riego todos los días, pero si vos lo pisas el pasto no crece?

Me lo repetía seguido, pero apenas si se preocupaba en darle énfasis. Creo que en el fondo le preocupaba más perder eso que nos unía, el soñar despiertos.

Me llevó bastante tiempo darme cuenta que con mi viejo compartía mucho más de lo que yo creía. Él era protagonista, escenario, decorado y espectador de mi juego, todo al mismo tiempo. Sin duda, las tardes no fueron las mismas sin él. Incluso creí que perdería para siempre ese espacio personal, ganado a fuerza de gastar el pasto todos los días, pero que también era el espacio donde me sentía acompañada. Un poco menos sola.

martes, 22 de septiembre de 2020

Se trata de no dejar(nos) languidecer

Le pregunté cómo pasaba ella sus domingos, pero siempre contestaba algo que yo no terminaba de entender. Dijo que solían recordarle al olor de la albahaca y que por eso preparaba siempre fetuccini al pesto para almorzar, ¿y qué más?, nada más, me respondió. Ciertamente, sentía curiosidad por saberlo todo sobre aquella mujer enigmática y cautivadora. Caminábamos y conversábamos sobre nuestras vidas en una tarde de verano, sin preocupaciones, sin apuros, con la brisa soplando en nuestras mejillas. Ella llevaba un vestido a lunares azul oscuro, un azul tan profundo que cualquiera podría confundir su silueta con una noche estrellada. Caminaba sigilosa por la calle y si me distraía, podía imaginarla sobre los tejados, maullándole a la luna o llorando en soledad. Me sentía pleno, dichoso de compartir con ella una parte de aquello que le gustaba. Los domingos a la noche también escucho Jazz, dijo retomando la pregunta. Pero hablaba y yo sólo veía salir de su boca una fina cuerda invisible, que me rodeaba el cuerpo, rozando, exprimiendo y sofocándome a cada tirón. Y mientras el frío del atardecer se robaba los últimos rayos de sol, no podía evitar sentirme cada vez más acalorado, más deseoso de tocarla, besarla, pasar el resto de la noche junto a ella. Le pregunté si en su infancia también comía fetuccini al pesto los domingos y me dijo que no, que en aquellos domingos las plantas estaban siempre mustias y la albahaca se deshacía en sus manos apenas la tocaba. Su sonrisa se apagó de repente y miró cabizbaja el empedrado del piso, mientras juntaba las manos detrás de la espalda como si quisiera protegerme de algún extraño súper poder, o súper maldición. Sería terrible, pensaba mientras imaginaba que la desvestía lentamente, le besaba el cuello y acariciaba el pecho. Sería terrible languidecer frente a nuestros propios deseos. Pero… ¡qué iluso!, si yo me he deshecho sólo con verla. Me he convertido en fragmentos de mí mismo al escucharla recitar poesía, sentir su perfume y sus brazos alrededor de mi cintura, al verla sonreír y escuchar paciente mis problemas, mis dudas, mis inquietudes. 

Que iluso, pensaba tomándole de la mano, si yo ya estaba poniéndome mustio antes de conocerla.

martes, 15 de septiembre de 2020

Las sirenas del Nahuel Huapí

En 1893, durante una de sus excursiones a la Patagonia argentina, Francisco P. Moreno observó correr a dos indias hacia el interior del Nahuel Huapí. Sostuvo la mirada sobre sus jóvenes cuerpos, con estupor, cuando éstos se sumergieron como sirenas en las entrañas del lago. Como no las vio salir por horas, acudió al cacique Quichahuala para pedir permiso de acceder al lugar y estudiar qué había ocurrido con ellas. Concedida la entrada, a través de sobornos que procuraban al jefe de la tribu recuperar unos caballos injustamente confiscados, la travesía comenzó. Moreno describió en sus cuadernos, con extensa admiración, la magnífica belleza del lugar y la riqueza de muestras que de allí extraería para poblar, años después, su museo. Pero de esta preciada andanza se llevó también disgustos. Descubrió que, cansados los indios de perder a sus hijas en manos de hombres blancos que se hacían llamar exploradores de flora, fauna y de los últimos vestigios de una raza humana ya casi agotada, les cargaban piedras en sus vestiduras y las hacían correr hacia el Nahuel Huapí. El curandero de la tribu las bendecía antes de partir, augurándoles una mejor vida de la que llevarían aquí. Pero a esto Moreno decidió omitirlo de los cuadernos. En lugar de ello, describió como una locura perversa el amor que los salvajes sentían hacia aquel espejo de agua helada, en el que tantas almas lloraron su desdicha, fruto de la condición de una raza primitiva, ya casi extinta… ya casi olvidada.

martes, 8 de septiembre de 2020

La sintaxis que atraviesa al mundo

Notas al margen de mi libreta, un día cualquiera:

Café, ducha, estudio. La cuota diaria de noticias: Twitter, Facebook, Instagram. Unos mates. Salir a correr tres veces a la semana. Comer sano, dejar de ingerir grasas saturadas. Estándares, marcas, consumo: nunca parece suficiente. Buscar trabajo, preocuparse un rato, maldecir. Hacer terapia. Leer para perderse en otros mundos. No poder hablar. Enfrentar la imposibilidad de elegir palabras, la falta de ingenio, los complejos: ¿qué van a pensar de mí? Dormir para apagar la cabeza. Rogar no pasar otra noche en vela. En realidad, ¿en algún momento me despierto? A veces siento que estoy presa de esta sintaxis que atraviesa al mundo como si fuera un sueño de mal gusto.

Orden. Construir un proyecto de vida acorde, ¿acorde a qué? Vivir sola. Escuchar música, bailar de vez en cuando. Evitar enamorarme profundamente. Preferir la seriedad antes que al humor infantil. Ver seguido a los amigos. Dejar de hacer tantos chistes, menos en ambientes académicos. Comprar más libros, para habitar más mundos (que no sean este).

La sintaxis. ¿Exactamente en qué momento me la cuestioné? No sé, ya ni me acuerdo. ¿Todavía importa?, da igual. Si de todos modos, es imposible desprenderse de ella. Quiero decir, ¿quién perdería la sintaxis? Es suicido, condenarse al ostracismo, abrir de par en par las puertas al siempre predispuesto jurado, ávido de miradas de reprobación, para acusarnos de una locura irremediable. ¿Acaso alguien en su sano juicio lo haría? 

El pasaporte para que nos dejen en paz, dice Almeida, es no perder la sintaxis. 

Yo más bien pienso que es la cláusula irrevocable que nos mantiene dentro de una jaula.

martes, 1 de septiembre de 2020

La irreversible pérdida de la existencia

Seis días.

Un grupo de personas llora la desaparición de un joven adolescente. Caminan y arrastran sus alpargatas bajo el sol de medio día, despertando el polvo de la tierra. El padre conduce la muchedumbre con los brazos cruzados y la mirada perdida al cielo. Nada duele más que el ciclo que no termina.

Cinco días.

Despistado, un hombre cruza un semáforo en verde, provocando una cadena de choques entre los automóviles que intentan sortear su famélica figura. Lleva una boina de carpincho y una campera de lana gruesa, que iluminada por las luces de los autos, reluce la falta de un botón.

Cuatro días.

Un locutor de radio comenta curioso sobre el extraño evento que sucede en una casa abandonada. Aparentemente, todo el que entra pierde el tiempo.

Tres días.

Llorando desconsolado, un niño corre descalzo por un laberinto de jacarandás, tilos, siempre verdes y ceibos entre las calles, callecitas y veredas de una ciudad perdida en el norte cordobés. Busca un juguete extraviado.

Dos días.

Existen hechos que no tienen nada en común y al mismo tiempo, lo tienen todo. Se hamacan entre el paso de los años y los recuerdos. Van dejando huellas en el camino, cicatrices en la piel. ¿A dónde va todo aquello que desaparece?

Un día.

Si se indaga en la historia durante mucho tiempo, también se corre el peligro de perder el argumento.

Fin.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Encrucijada

Las vías de tren'

Mis dedos recorren suavemente una puerta de madera. Está quemada. Me acerco lentamente, coloco mi oído sobre ella y cierro los ojos. Estoy temblando del miedo. En este momento, que mi visión se reduzca a un negruzco vacío para permitirle a mi oído agudizarse, me da esperanzas. Quiero decir, oír algo por mas minúsculo que parezca, una risa, un llanto, tráfico, una discusión, me hará sentir que no estoy tan sola como creo. Pero no escucho nada por más que frunza el ceño hasta el hartazgo. Es por eso que decido abrir la puerta, envalentonarme con la fe de encontrar un salvavidas detrás de ella. El rescate que me impida ahogarme en este mar de lágrimas ajenas que ya alcanza mis rodillas. Y continúa subiendo. Mis manos buscan el picaporte, aún tengo los ojos cerrados. Es el mismo sentimiento de temor como cuando los monstruos debajo de mi cama comenzaban a treparla y yo sólo podía llamar a mi madre a los gritos. Está frio, lo giro levemente y escucho el crujir de la puerta envejecida.  La empujo y siento una brisa que me despeina y obliga a levantar mis caídos párpados. Así, sin más, un desolador paisaje se despliega ante mí con la idéntica arrogancia con que un viajante cuenta sobre sus travesías. Algunos pastizales quemados se recuestan a los costados de una vieja y oxidada vía de tren. Nada crece a su alrededor, el sol es tan fuerte que lo siento quemarme la piel en cuanto cruzo el umbral de la puerta. Miro hacia los costados con la ilusión de ver alguna casa, un poblado, alguien. Para mi desilusión, no encuentro más que kilómetros y kilómetros de una espesa llanura amarillenta. Decido continuar el trayecto de las vías, camino hasta el cansancio. No puedo explicar bien si era yo la que arrastraba mi sombra o si me arrastraba ella a mí. La llanura se volvió de repente una colina empinada que mi cuerpo no podía escalar. La pesadez se sentía como un bloque de mármol sobre los hombros. No había ningún arbusto, ni ruido de pájaros, ni arroyos, solamente sol y piedras que retumbaban al empujarlas contra la vía. ¿Cómo fue que llegué hasta acá?

¿Hacia dónde voy?

Siento cada paso más lento que el anterior. ¿Avanzo o retrocedo? No entiendo, estoy confundida. Comienzo a marearme y tengo sed, mucha sed. Tropiezo con las vías, caigo al piso sobre mis manos. Para cuando intento ponerme de pie, una vibración me sacude nuevamente hacia el pastizal. Con lo que me resta de fuerzas, giro levemente la cabeza. Veo un tren acercándose a toda velocidad tocando la bocina. No llego a comprender si quiere advertirme de su arrolladora presencia para que lo contemple o salga del camino. Me inclino por lo primero porque no frena, todo lo contrario, avanza cada vez más veloz. Y aunque me pongo a correr, no tengo en claro dónde ir. Estoy asustada, pero alcanzo a divisar algo metros más adelante. Aumento mi ritmo, jadeando y suplicando no estar ahí.

Hasta que la veo.

Es la puerta de madera quemada, abierta tal cual como la dejé. ¿Qué hago?, me pregunté. El tren no espera. Vencida la razón, dejé conducir mis pies nuevamente hacia el umbral de la puerta. La atravesé y cerré tras de mí.

No tengo en claro si me salvé o morí.

sábado, 8 de agosto de 2020

La mujer sin sombra

Suena el despertador.

Exhausta, Nora se retira la máscara de tela que recubre sus ojos y los frota. No pudo dormir bien. En realidad, no puede dormir bien desde que el Estado ha declarado la Primer Fase Nacional de Control y Regulación del Delito. Los días se suceden cada veinticuatro horas, uno detrás del otro, pero la noción de tiempo ha cambiado radicalmente. La oscuridad desapareció y en su lugar reina una luminosidad constante, facilitada por reflectores incandescentes repartidos a lo largo del país.

A las 7.30 horas del primer matutino comienza su rutina. Prepara la cafetera y ve entrar por la ventana los rayos del reflector. Unta manteca en dos tostadas, se calza el uniforme, lava sus dientes y espera que suene la alarma que la autoriza a comenzar la jornada laboral. Desde hace tres meses la población se encuentra sumida en una eterna refulgencia que divide las salidas de acuerdo a dos momentos: primer y segundo matutino. La acción está controlada por el Centro de Luz de cada departamento y dirigida desde el Estado con el objetivo frenar la ola de robos, violencia y mendicidad que hace años arrasa al país. Cifras y estadísticas nacionales indicaron que durante los horarios nocturnos se cometían más crímenes y actos de vandalismo, bajo la impunidad y el amparo de la oscuridad. Ahora, según los medios oficialistas, las violaciones, robos, destrozos de la ciudad, crímenes violentos y pobreza se han reducido considerablemente desde que se implantaron los controles. Estos cuentan con tres fases: la primera es la luminosidad constante, la segunda es un monitoreo periódico de las actividades y movimientos en Internet que mantienen los ciudadanos y el último es la pena de muerte a quien sea visto o denunciado por cometer algún acto ilegal. La tasa de mortalidad se ha disparado, lo mismo ha sucedido con el número de suicidas y exiliados.

Pese a todo esto, Nora estaba de acuerdo con las medidas tomadas. Accedió a trabajar en un Instituto público porque consideraba que al fin, gracias a las Fases Nacionales de Control del Delito, su calidad de vida había mejorado. Ya no salía afligida a la calle para buscar trabajo, simplemente se le asignaba uno. No tenía que soportar a hombres, niños y mujeres indigentes pidiendo limosnas cuando estaba tomando un café en el bar. Tampoco veía más grafitis ni carteles de reclamos. Mucho menos debía de preocuparse por ser interrumpida por los bocinazos, cacerolazos o exasperantes sonidos provenientes de alguna huelga o marcha juvenil. Al fin las gentes de bien podemos tener una vida tranquila y en paz, solía repetirles a sus amigas cuando alguna manifestaba su incomodidad con respecto a las normas impuestas. El único problema que parecía experimentar, era el trastorno de sueño que venía sufriendo desde que el programa se implementó. Creía que su cuerpo pronto se acostumbraría

Sin embargo, su pensamiento dio un giro de 180° el día que salió para ir a trabajar y... su sombra ya no estaba. No es que se la hubiera olvidado, simplemente se esfumó. Bajó las escaleras del edificio y al toparse con la pared de entrada se percató del infortunio. No se podía estar sin sombra, porque los funcionarios encargados del control y la vigilancia no podrían estar seguros de que ésta no se hubiera ido para cometer algún delito. Asustada, decidió volver al departamento pese a su conocimiento sobre las estrictas reglas de entrada y salida al trabajo y su penalidad de 3 días sin cobro de sueldo en caso de llegar tarde, demorarse en algún turno de descanso o retirarse antes. Prefería comer menos pero encontrar su sombra. Quién sabe qué pasaría si no.

Entró en la habitación, desarmó la cama, hurgó bajo el colchón, dentro del armario y  entre medio de la ropa interior. Nada. Abrió el modular de la cocina y revisó copa por copa, olla por olla y dentro de cada caja, cajoncito y frasco. Nada. Buscó debajo de los cojines del sillón, descolgó los marcos y el espejo, indagó bajo la alfombra, dentro del inodoro, entre medio de los productos de limpieza. Nada, la sombra no aparecía. No estaba. Era una mujer sin sombra sujeta a una inmensa incertidumbre.

Se sentía agotada y sumamente estresada, pero sabía que si se demoraba un poco más buscando, los oficiales podrían ingresar a su casa para preguntar las causas de tal retraso al trabajo. Así que decidió tomar su bolso y salir nuevamente a la calle, dispuesta a ir rumbo al Instituto donde se ocupaba hasta las 5 horas segundo matutino. Rogaba que por favor, nadie la viera a lo largo del camino. Mientras avanzaba velozmente, pensaba a quién podría comentarle lo que acababa de pasarle. No podría usar su celular, porque sería rápidamente interceptada por algún funcionario del Control de Redes.

No entendía, cumplía con sus obligaciones a rajatabla y siempre ayudaba al Gobierno en lo que le solicitara ¿Cómo podía ser que su sombra la abandonara? ¿Cómo pudo esa mal agradecida dejarla?

Tuvo suerte. Estaba llegando al Instituto y a causa de su retraso, ya no había nadie circulando por la calle. Se detiene frente las puertas de la entrada, suspira dos o tres veces, muy profundo. Cruza los dedos, ingresa al establecimiento. La recepcionista la mira y entregándole una planilla donde debía justificar su demora, le pregunta si todo está bien. 

- Es que te veo un poco nerviosa, ¿segura que no te pasa nada? - Sí sí, me quedé dormida esta mañana y todavía estoy con la almohada pegada a la cara.

En un momento de lucidez, aprovechó que la recepcionista bajó la mirada unos segundos para desaparecer rápidamente del hall central. Caminando lo más enérgicamente posible y sin reparo alguno en las personas que estaban a su alrededor, se dispuso entrar a los vestuarios rogando que no hubiera allí ninguna compañera del turno anterior. Las preocupaciones comenzaron a acelerar su pulso. Sentía fuego en las manos, la cara, los pies. Le temblaba la voz, las piernas también.

De repente, cuando estaba a punto de ingresar al vestuario, sintió una pesada mano sobre su hombro. Era uno de los encargados de seguridad.

- ¿Señorita? Acompáñeme a mi oficina, por favor.

Amablemente la llevó hasta su despacho, la mujer no opuso resistencia alguna. Sabía que había sido descubierta. Al entrar a la pequeña habitación, el funcionario la invitó a sentarse en una de las sillas frente al inmenso escritorio de roble. Y sin titubeos apuntó:

- ¿Dónde está su sombra? - Le juro que no lo sé oficial, me desperté esta mañana y ya no estaba. Yo no he hecho nada malo. - Nadie está insinuando que Usted lo haya hecho… ¿pero quién sabe si su sombra sí? Por eso es importante que la cuide, que la controle para que no escape. - Es que... no entiendo. Yo sirvo al Gobierno y mi sombra sabe cómo tiene que hacer las cosas para no tener problemas, ¿me entiende? Sé que pronto va a volver. - Nadie puede asegurar eso señorita. Quizás cuando vuelva ya haya cometido algún delito. - Pe...pe...pero es imposible oficial… - ¡Nada es imposible en este país! ¡Ya le digo yo, todas las cosas que he soportado ver! Usted será deportada a la unidad penitenciaria más cercana ¡como indican las leyes!

Nora apenas tuvo un momento para tragar saliva cuando entraron dos oficiales del Gobierno armados y la sujetaron de los hombros. Gritó, gritó fuerte y pidió que por favor le permitieran justificarse, o al menos, esperar uno o dos días para que su sombra regresara. Fue en vano. 

Impacientes, los hombres encargados del control y la vigilancia le inyectaron un calmante para poder manipularla sin necesidad de estar soportando sus gritos.

Aunque familiares y amigos preguntaron por ella en su lugar de trabajo, nadie quiso darles respuestas sobre su paradero. No pudieron seguir reclamando porque pasaron más de tres días sin tener noticias de ella y...

así son las reglas.

jueves, 6 de agosto de 2020

Estatua

A menudo siento que la piel me asfixia los huesos y aunque quiero salir corriendo, sólo atino a quedarme parada. El día y la noche se suceden mientras estoy así, quieta en una esquina, en el medio de la nada o en el medio de todo. Tengo los ojos bien abiertos, endurecidos como cartón. Ni las lágrimas me salen, ni las sonrisas me delatan, ni el sueño me alcanza. Al cuerpo lo tengo tieso, desnudo. Es mío pero lo siento distante, lejano, perdido. Si me pellizcan los brazos no voy a sentir dolor y si me besan el cuello tampoco voy a sentir placer. He dejado de ser una obra de arte, si es que alguna vez lo fui, porque esta desnudez no muestra nada de mí. Es un disfraz. Recubre mis pensamientos, deseos, ideas, anhelos. Los transforma para el ojo ajeno. Para la observación del sabio, la contemplación del artista, el juicio del religioso, el descrédito del escéptico. Permanezco inmóvil, expuesta en una pose cuidada, poco reveladora. Busco refugio dentro de la dureza que me recubre pero sólo encuentro las astillas de un cristal envejecido, roto. Me lastimo, sangro, gimo.

La luz se enciende, me parece ver acercarse a la niña que alguna vez fui. Extiende sus brazos, cierra los ojos… llora por mí.

jueves, 23 de julio de 2020

Los objetos


En la ausencia recurrimos a objetos: los buscamos incansablemente hasta hallarlos. Hurgamos entre la arena que se escurre con las voces, los rostros, los momentos compartidos, las anécdotas. Rasguñamos las superficies hasta sangrar, descolgamos los marcos, deshojamos los libros, vaciamos el ropero, guardamos el perfume, los juguetes, las cartas. Anhelamos encontrar en ese pedazo de materia, aparentemente inerte, algo con vida. Una canción, algún mimo de la infancia, una aventura, una despedida, la última sonrisa, el último beso, palabras. Algo que nos acerque a lo que no está, lo que no es, lo que no será, lo que pudo ser. Recorremos con nuestros dedos lomos de viejos muebles, algún lugar en la mesa, portarretratos, medallas, títulos, trofeos, prendas de ropa, sortijas. Ansiamos con cada milímetro de nuestro nostálgico cuerpo un choque de energía, enredar nuestras manos en los cabellos de algún ángel, sumergir los brazos en viscosos vestigios de un pasado feliz. Efímero, tan efímero. Acercamos los objetos a nuestro cuerpo, labios, frente, pecho. Los apretamos fuertemente, les hablamos, lloramos sobre ellos, en ellos, a través de ellos. Los hay quienes rezan. Otros se enojan, blasfeman y se culpan inútilmente. Las pérdidas son duras y los objetos que nos las recuerdan también lo son. Pero hay incluso algo más doloroso
y es no tener ninguno.

viernes, 3 de julio de 2020

Rito de iniciación

Palabras.

Se camuflan entre las hojas de un viejo algarrobo, resbalan sobre el tejado y sucumben ante los maullidos de un gato hambriento, expectante a dar el salto, deseoso de clavar sus dientes en algún cuerpo. Se escabullen entre los pasillos, los balcones, las paredes, los rincones. Parecen refugiarse en todas las cajas, cajitas y cajones de la casa. Me obligan a abrirlas una por una, diseccionarlas, recorrer las habitaciones, dar vuelta los colchones, ¿dónde esconden su secreto?
A la escalera le faltan peldaños, la silla no tiene patas, el espejo está roto y las cartas quemadas, ¿qué le da vida a estas cosas? Si ya no son la explicación de lo que solían ser ¿porqué seguir llamándolas escalera, silla, espejo, carta? 
¿Y yo? ¿Cómo se supone que debo definirme? Si estoy tan rota que me he convertido en microfragmentos indeterminados, abstractos e inconclusos de mí misma.  

Palabras.
Discursos.
Presentaciones.
Intentos desesperados por saberme viva
                                                               ¿Qué digo sobre mí?