jueves, 6 de agosto de 2020

Estatua

A menudo siento que la piel me asfixia los huesos y aunque quiero salir corriendo, sólo atino a quedarme parada. El día y la noche se suceden mientras estoy así, quieta en una esquina, en el medio de la nada o en el medio de todo. Tengo los ojos bien abiertos, endurecidos como cartón. Ni las lágrimas me salen, ni las sonrisas me delatan, ni el sueño me alcanza. Al cuerpo lo tengo tieso, desnudo. Es mío pero lo siento distante, lejano, perdido. Si me pellizcan los brazos no voy a sentir dolor y si me besan el cuello tampoco voy a sentir placer. He dejado de ser una obra de arte, si es que alguna vez lo fui, porque esta desnudez no muestra nada de mí. Es un disfraz. Recubre mis pensamientos, deseos, ideas, anhelos. Los transforma para el ojo ajeno. Para la observación del sabio, la contemplación del artista, el juicio del religioso, el descrédito del escéptico. Permanezco inmóvil, expuesta en una pose cuidada, poco reveladora. Busco refugio dentro de la dureza que me recubre pero sólo encuentro las astillas de un cristal envejecido, roto. Me lastimo, sangro, gimo.

La luz se enciende, me parece ver acercarse a la niña que alguna vez fui. Extiende sus brazos, cierra los ojos… llora por mí.

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