miércoles, 19 de agosto de 2020

Encrucijada

Las vías de tren'

Mis dedos recorren suavemente una puerta de madera. Está quemada. Me acerco lentamente, coloco mi oído sobre ella y cierro los ojos. Estoy temblando del miedo. En este momento, que mi visión se reduzca a un negruzco vacío para permitirle a mi oído agudizarse, me da esperanzas. Quiero decir, oír algo por mas minúsculo que parezca, una risa, un llanto, tráfico, una discusión, me hará sentir que no estoy tan sola como creo. Pero no escucho nada por más que frunza el ceño hasta el hartazgo. Es por eso que decido abrir la puerta, envalentonarme con la fe de encontrar un salvavidas detrás de ella. El rescate que me impida ahogarme en este mar de lágrimas ajenas que ya alcanza mis rodillas. Y continúa subiendo. Mis manos buscan el picaporte, aún tengo los ojos cerrados. Es el mismo sentimiento de temor como cuando los monstruos debajo de mi cama comenzaban a treparla y yo sólo podía llamar a mi madre a los gritos. Está frio, lo giro levemente y escucho el crujir de la puerta envejecida.  La empujo y siento una brisa que me despeina y obliga a levantar mis caídos párpados. Así, sin más, un desolador paisaje se despliega ante mí con la idéntica arrogancia con que un viajante cuenta sobre sus travesías. Algunos pastizales quemados se recuestan a los costados de una vieja y oxidada vía de tren. Nada crece a su alrededor, el sol es tan fuerte que lo siento quemarme la piel en cuanto cruzo el umbral de la puerta. Miro hacia los costados con la ilusión de ver alguna casa, un poblado, alguien. Para mi desilusión, no encuentro más que kilómetros y kilómetros de una espesa llanura amarillenta. Decido continuar el trayecto de las vías, camino hasta el cansancio. No puedo explicar bien si era yo la que arrastraba mi sombra o si me arrastraba ella a mí. La llanura se volvió de repente una colina empinada que mi cuerpo no podía escalar. La pesadez se sentía como un bloque de mármol sobre los hombros. No había ningún arbusto, ni ruido de pájaros, ni arroyos, solamente sol y piedras que retumbaban al empujarlas contra la vía. ¿Cómo fue que llegué hasta acá?

¿Hacia dónde voy?

Siento cada paso más lento que el anterior. ¿Avanzo o retrocedo? No entiendo, estoy confundida. Comienzo a marearme y tengo sed, mucha sed. Tropiezo con las vías, caigo al piso sobre mis manos. Para cuando intento ponerme de pie, una vibración me sacude nuevamente hacia el pastizal. Con lo que me resta de fuerzas, giro levemente la cabeza. Veo un tren acercándose a toda velocidad tocando la bocina. No llego a comprender si quiere advertirme de su arrolladora presencia para que lo contemple o salga del camino. Me inclino por lo primero porque no frena, todo lo contrario, avanza cada vez más veloz. Y aunque me pongo a correr, no tengo en claro dónde ir. Estoy asustada, pero alcanzo a divisar algo metros más adelante. Aumento mi ritmo, jadeando y suplicando no estar ahí.

Hasta que la veo.

Es la puerta de madera quemada, abierta tal cual como la dejé. ¿Qué hago?, me pregunté. El tren no espera. Vencida la razón, dejé conducir mis pies nuevamente hacia el umbral de la puerta. La atravesé y cerré tras de mí.

No tengo en claro si me salvé o morí.

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