martes, 22 de septiembre de 2020

Se trata de no dejar(nos) languidecer

Le pregunté cómo pasaba ella sus domingos, pero siempre contestaba algo que yo no terminaba de entender. Dijo que solían recordarle al olor de la albahaca y que por eso preparaba siempre fetuccini al pesto para almorzar, ¿y qué más?, nada más, me respondió. Ciertamente, sentía curiosidad por saberlo todo sobre aquella mujer enigmática y cautivadora. Caminábamos y conversábamos sobre nuestras vidas en una tarde de verano, sin preocupaciones, sin apuros, con la brisa soplando en nuestras mejillas. Ella llevaba un vestido a lunares azul oscuro, un azul tan profundo que cualquiera podría confundir su silueta con una noche estrellada. Caminaba sigilosa por la calle y si me distraía, podía imaginarla sobre los tejados, maullándole a la luna o llorando en soledad. Me sentía pleno, dichoso de compartir con ella una parte de aquello que le gustaba. Los domingos a la noche también escucho Jazz, dijo retomando la pregunta. Pero hablaba y yo sólo veía salir de su boca una fina cuerda invisible, que me rodeaba el cuerpo, rozando, exprimiendo y sofocándome a cada tirón. Y mientras el frío del atardecer se robaba los últimos rayos de sol, no podía evitar sentirme cada vez más acalorado, más deseoso de tocarla, besarla, pasar el resto de la noche junto a ella. Le pregunté si en su infancia también comía fetuccini al pesto los domingos y me dijo que no, que en aquellos domingos las plantas estaban siempre mustias y la albahaca se deshacía en sus manos apenas la tocaba. Su sonrisa se apagó de repente y miró cabizbaja el empedrado del piso, mientras juntaba las manos detrás de la espalda como si quisiera protegerme de algún extraño súper poder, o súper maldición. Sería terrible, pensaba mientras imaginaba que la desvestía lentamente, le besaba el cuello y acariciaba el pecho. Sería terrible languidecer frente a nuestros propios deseos. Pero… ¡qué iluso!, si yo me he deshecho sólo con verla. Me he convertido en fragmentos de mí mismo al escucharla recitar poesía, sentir su perfume y sus brazos alrededor de mi cintura, al verla sonreír y escuchar paciente mis problemas, mis dudas, mis inquietudes. 

Que iluso, pensaba tomándole de la mano, si yo ya estaba poniéndome mustio antes de conocerla.

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